Tunguska, Rusia. Son las siete y cuarto de la mañana en una remota y tranquila aldea siberiana. Sin previo aviso, un objeto cegador atraviesa el cielo, convirtiéndose en una enorme bola de fuego supersónica cuyo brillo compite contra el del mismísimo Sol. Segundos más tarde, un terrible estruendo hace añicos los cristales de las ventanas, sacude los cimientos de las casas y empuja violentamente a la gente contra el suelo. Reina el desconcierto. Aún no lo saben pero han sido testigos de la mayor explosión registrada desde que el ser humano habita la Tierra. Una deflagración más poderosa que mil bombas atómicas cuya onda expansiva arrasa 2.000 kilómetros cuadrados de bosque, dejando tras de sí un paisaje devastado de árboles calcinados.
El suceso ocurrió el 30 de junio de 1908 en una zona despoblada de la entonces Rusia de los Zares. Un hecho afortunado si tenemos en cuenta que de haber caído en una gran ciudad, podría haber reducido a cenizas a millones de personas en cuestión de segundos. El estallido fue tan potente, que sus efectos se sintieron a miles de kilómetros de distancia con total claridad. Así lo comprobaron las personas encargadas de las estaciones sismográficas de toda Europa que no daban crédito a lo que veían. ¿Qué era aquello? ¿se habían vuelto locos los instrumentos de medición? Nada de eso.
Árboles derribados por la explosión |
Durante años no se prestó la más mínima atención a lo ocurrido en Tunguska. No fue hasta 1921, 13 años después del acontecimiento, cuando la Academia Soviética de las Ciencias mandó al lugar a un equipo de científicos liderados por el especialista en minerales Leonid Kulik. Después de viajar durante días a través de la gélida Siberia, llegaron por fin a aquel recóndito lugar. Lo que allí se encontraron fue un paraje desolador de árboles derribados, cuyos troncos parecían apuntar en la misma dirección. Decidieron seguir el rastro de destrucción con la intención de encontrar el epicentro de la explosión. Tal vez allí hallarían evidencias de lo que estaban buscando: meteoritos. Sin embargo, allí no había nada. Ni siquiera un cráter de impacto. Kulik y sus compañeros tuvieron entonces que volver a Moscú con las manos vacías, dejando el misterio sin resolver durante unos cuantos años más.
Durante las décadas de los 50 y los 60, científicos mejor preparados organizaron nuevas expediciones y realizaron importantes descubrimientos. Hallaron enterradas por toda la zona pequeñas rocas fundidas ricas en iridio, níquel y magnetita, elementos que hoy sabemos que están presentes en cometas y asteroides.
Con estas pistas, los científicos creen que lo que pasó en Tunguska fue provocado probablemente por un cometa helado de unos 100 metros de diámetro, como un campo de fútbol, que con un millón de toneladas de peso entró en la atmósfera a 30 kilómetros por segundo. La mayor parte del hielo que lo formaba se derritió por el calor de la fricción mientras que las partes no heladas procedentes del núcleo estallaron en mil pedazos a 8 kilómetros de altura. No se produjo ningún cráter porque el objeto nunca llegó a impactar contra el suelo. Después de casi cien años de investigación, encontramos respuestas: la destrucción la produjo la enorme onda expansiva de una explosión en el aire.
Pero esto no acaba aquí. Cuentan las historias que en las noches que siguieron a la explosión había tanto resplandor en el cielo, que la gente podía leer el periódico a media noche sin necesidad de encender las lámparas. Este misterio, y otros muchos, todavía no han podido ser explicados del todo.
Pero esto no acaba aquí. Cuentan las historias que en las noches que siguieron a la explosión había tanto resplandor en el cielo, que la gente podía leer el periódico a media noche sin necesidad de encender las lámparas. Este misterio, y otros muchos, todavía no han podido ser explicados del todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario